Mika
Waltari. “Sinuhé, el egipcio” - 1945
- Tienes siete años Sinuhé –me dijo mi padre-, debes elegir una
carrera.
-
Quiero ser soldado –dije yo en el acto.
No
comprendí su expresión decepcionada. Porque los mejores juegos de
muchachos en las calles son militares; había visto a los soldados
ejercitarse en la lucha delante de los cuarteles; había visto los
carros de combate salir de la villa para hacer maniobras, con sus
ruedas ruidosas. No podía existir carrera más brillante y honorable
que la carrera de las armas. Un soldado no necesita saber escribir, y
ésta era para mí la razón principal de mi elección, porque mis
camaradas me habían contado cosas terribles sobre las dificultades
de la escritura y la crueldad de los maestros (…).
Mi
padre no debió de estar muy dotado durante su infancia, de lo
contrario hubiera llegado a algo más que médico de los pobres. (…)
Sabía cuán sensible y obstinado yo era, pero no protestó de mi
decisión.
Pero
al cabo de un rato pidió a mi madre una jarra vacía, entró en su
habitación y vertió en ella vino ordinario.
-
Ven Sinuhé –dijo llevándome hacia la ribera.
Yo
le seguí sorprendido. En el muelle se detuvo para observar una
barcaza de la cual unos hombres sudorosos, con la espalda encorvada,
sacaban mercancías embaladas en telas cocidas. El sol se ocultaba
detrás de las colinas sobre la Villa de los Muertos; nosotros
estábamos cansados, pero los hombres seguían descargando, jadeantes
los flancos y cubiertos de sudor. El capataz los excitaba con su
látigo y, tranquilamente sentado bajo un toldo, un escriba iba
anotando la carga.
-
¿Quisieras ser como ellos? –preguntó mi padre.
La
pregunta me pareció estúpida y no contesté, pero miré a mi padre
sorprendido, porque nadie podía querer ser como aquellos hombres.
-
Trabajan desde primera hora del día hasta tarde de la noche –dijo
mi padre Senmut-. Su piel está curtida como la del cocodrilo, sus
manos son rudas como las patas del cocodrilo. Sólo por la noche
pueden regresar a su cabaña de barro, y su alimentación es un trozo
de pan, una cebolla y sorbo de cerveza agria. Ésta es la vida de los
descargadores. Ésta es también la del labrador. Tal es la de todos
los que trabajan con sus manos. Tal vez no los envidiarás.
Moví
la cabeza y lo miré sorprendido. Yo quería ser soldado y no
cargador o abrir surcos en la tierra, regar los campos o ser pastor
mugriento.
-
Padre –dije yo mientras andábamos-, la vida del soldado es bella.
Viven en los cuarteles, comen bien y por la noche beben vino. Los
mejores de entre ellos llevan una cadena al cuello aunque no sepan
escribir. De sus expediciones traen botín y esclavos que trabajan
por ellos y ejercen un oficio por cuenta de ellos. ¿Por qué no
sería yo soldado?
Mi
padre no contestó, pero apresuró el paso. Cerca de un depósito de
inmundicias, en medio de un enjambre de moscas que revoloteaban en
torno a nosotros, se inclinó para dirigir la mirada a una cabaña
baja.
-
Inteb, amigo mío, ¿estás ahí? –dijo.
Un
viejo, lleno de mugre, con el brazo derecho amputado a la altura del
hombro y cubierto por un trozo de tela roída por la grasa, salió
apoyándose en un palo. Su rostro estaba descarnado y surcado de
arrugas; no tenía dientes.
-
¿Es… es verdaderamente Inteb? –pregunté suavemente a mi padre,
dirigiendo una mirada de pavor a aquél hombre.
Porque
Inteb era un héroe, que había combatido en las campañas de
Tutmosis III, el más grande de los faraones, y se contaban muchas
historias sobre sus proezas y las recompensas que había recibido.
El
anciano levantó la mano para hacer un saludo militar y mi padre le
tendió la jarra de vino. Se sentaron en el suelo, porque Inteb no
tenía ni siquiera un banco en su casa (…).
-
Mi hijo Sinuhé quiere ser soldado –dijo mi padre sonriendo-. Te lo
he traído porque eres el único superviviente de los héroes de las
grandes guerras, a fin de que le hables de la vida magnífica y de
las hazañas de los soldados.
-
¡Por Seth y Baal y todos los diablos! –gritó el viejo con una
risa aguda y entornando los ojos para verme mejor-. ¿Estás loco?
Su
boca desdentada, sus ojos apagados, el muñón de su brazo y su pecho
arrugado y sucio eran tan espantosos que me refugié detrás de mi
padre y le agarré por la manga.
-
Pero… -dije yo temblando- el oficio de soldado es el más glorioso
de todos.
-
La gloria y el renombre –dijo Inteb, el héroe- es sencillamente
estiércol, estiércol para alimentar las moscas. (…) De todos los
oficios, el de soldado es el más horrible y miserable. (…) Mira,
muchacho, este cuello descarnado ha sido adornado con quíntuples
collares de oro. Con su propia mano el faraón me los puso. ¿Quién
puede contar las manos cortadas que he acumulado ante su tienda?
¿Quién se lanzaba como un elefante enfurecido en medio del enemigo?
¡Yo, yo, Inteb, el héroe! Pero ¿quién me lo agradece hoy? Mi oro
se ha disipado a los cuatro vientos del cielo, mis esclavos han huido
o han muerto de miseria. Mi brazo derecho quedó en el país de
Mitanni y desde largo tiempo hubiera muerto de miseria si no hubiese
sido por algunas almas caritativas que me traen pescado seco y
cerveza. Mi juventud huyó en el desierto, en el hambre, en los
tormentos y en las fatigas. Allí se ha fundido la carne de mis
miembros, allí mi piel se ha curtido, allí mi corazón se ha vuelto
más duro que la piedra. Por esto mi vida ha sido un abismo mortal
desde que perdí mi brazo. Y no quiero ni siquiera mencionar el dolor
de las heridas y los tormentos causados por los cirujanos (…).
-
Pero un soldado no necesita saber escribir –me atreví a murmurar.
-
Tienes razón –dijo-, un soldado no necesita saber escribir, debe
saber solamente combatir. Si supiese escribir, sería jefe y daría
órdenes al más bravo de los soldados. Porque todo hombre que sabe
escribir es capaz de mandar a los soldados (…). Por esto te digo,
muchacho, que si quieres mandar soldados y conducirlos, aprende a
escribir. Entonces los portadores de cadenas de oro se inclinarán
ante ti y los esclavos te llevarán al combate en litera.
[Luego
de esa tarde] abandoné mi sueño de ser soldado y no protesté
cuando al día siguiente mi padre y mi madre me condujeron a la
escuela.
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